LIONEL Wilfred McKenzie (1919-2010), prestigioso profesor de Economía de la Universidad de Rochester, escribió en la década de los 80 varios artículos sobre la teoría del turnpike. Y como el talento ha de ir acompañado de honestidad (aunque, desafortunadamente, no siempre sea así), no dudó en otorgar la mayor parte del crédito a John von Neumann y Paul Samuelson.
La terminología puede resultar engañosa. Estos eminentes científicos, prolíficos y polifacéticos, como John von Neumann (1903-1957), quien realizó contribuciones fundamentales en Física Cuántica, Ciencias de la Computación, Teoría de Juegos y Riesgo y Cibernética, entre otros campos; o Paul Samuelson (1915-2009), premio Nobel de Economía en 1970; no se interesaban por el transporte terrestre sino por el equilibrio económico.
Mckenzie estableció la analogía entre las teorías del desarrollo económico óptimo sostenible y el transporte del siguiente modo:
“…Es como una carretera de peaje paralela a una red de carreteras secundarias. Hay una ruta más rápida entre dos puntos y, si el origen y el destino están muy cerca, lejos de la autopista de peaje, la mejor ruta no emplea la autopista. Pero si el origen y el destino están lo suficientemente lejos, siempre compensa llegar a la autopista de peaje y circular a la mayor velocidad permitida, incluso añadiendo algunos kilómetros en cada extremo del trayecto”.
Lo que nos dice Mckenzie está lleno de sentido común. Si viajamos de Bilbao a Amorebieta en coche, tomar o no la autopista dependerá del punto de origen y destino, de su proximidad a los peajes, etc. Y muy probablemente, en muchos casos, será más rentable, no sólo económicamente, sino en tiempo, circular por la carretera general. Pero si el viaje es de Bilbao a París, sin duda, la mejor opción será la autopista.
En el ámbito económico, según esta teoría, en el largo plazo la mejor estrategia es establecer una política concreta y óptima y mantenerla en el tiempo, inalterada, para que poco a poco vaya dando sus frutos. Por eso, cuando los bancos emisores establecen los tipos de interés de referencia, lo hacen para seis meses. Podrían cambiarlo cada día, pero el resultado sería, en el mejor de los casos, esencialmente el mismo, y con una gestión mucho más compleja. Esta teoría, consolidada en el ámbito de la economía, ha ido permeando muchos otros campos y hoy sabemos que es de validez y aplicación universal.
Así, vale por ejemplo en el ámbito de la inmersión lingüística. Los que se lamentan de la lentitud del progreso del proceso de euskaldunización ignoran tal vez que se trata de una dinámica que llevará generaciones hasta que alcance la situación de equilibrio deseada de un bilingüismo real, natural y eficaz.
En el ámbito de la medicina doméstica, sin embargo, el principio de la autopista está bien asumido: una pastilla (y diez mil pasos caminando) al día para regular la presión o el colesterol, por ejemplo. Lo mismo podría decirse de las dietas alimenticias, o de las políticas de preservación del medio ambiente en la lucha contra el Cambio Climático, etc.
Nuestra organización social está, pues, llena de autopistas, de turnpikes, invisibles, que los responsables de los diversos ámbitos de gestión implementan de manera más o menos consciente para regularlo casi todo.
La política y sus asuntos tampoco escapan al elemental pero eficaz principio. Es por eso que con frecuencia se reclaman pactos de Estado por la educación o la ciencia para evitar la tentación de cambiar de políticas en cada legislatura, lo que no hace más que alejarnos de la autopista y abundar en problemas tan conocidos en nuestras tierras como la fuga del talento o el fracaso escolar.
Hay, sin embargo, ámbitos en los que en Europa en general y en España en particular, la teoría de la autopista se ha aplicado de manera sistemática y eficaz desde hace décadas. Es lo que se ha venido haciendo en la lucha contra el terrorismo, por ejemplo. Décadas enteras de aplicación de medidas estrictas y de inversión de importantes recursos financieros, tecnológicos y humanos y también, como no, de abusos y excesos, han acabado dando resultados.
Hay quien negará la mayor, señalando que de haber sido ciertas las predicciones de la teoría de la autopista, ahora no nos encontraríamos, por ejemplo, repentinamente, ante nuevas formas de terrorismo. Pero no es así. Los modelos matemáticos siempre tienen un horizonte de validez limitado en el tiempo y no pueden dejar de ser aproximaciones simplistas de una realidad infinitamente compleja y cambiante. De ahí que hayan de ser periódicamente revisados. Y hace dos o tres décadas no era fácil predecir la ola de radicalización islamista que hoy vivimos, a la que han contribuido sin duda los errores de bulto reiterados de Occidente para con el mundo islámico.
La España de la transición ha sido también en gran medida la España de la autopista política: los dos grandes partidos del centro-derecha y centro-izquierda estatales han asegurado la estabilidad del país durante décadas, acompañados de partidos nacionalistas periféricos institucionales y teniendo que hacer frente a no pocos elementos desestabilizadores.
No nos engañemos, circular por la autopista no tiene siempre por qué ser un paseo y puede llegar a ser más complejo aún que hacerlo por carreteras secundarias en caso de incidentes inesperados. Todos sabemos, por ejemplo, que en la autopista es imposible escapar de un atasco hasta llegar al próximo punto de peaje.
Hoy, en la política española vemos como se revisa el modelo y se calcula la nueva estrategia de la autopista ante la emergencia de nuevos agentes, en una situación socioeconómica hasta hace poco desconocida.
En el ámbito del nacionalismo vasco empieza a ocurrir lo mismo.
Ante la compleja situación que se está produciendo en Catalunya, en Madrid se ve con alivio la situación del País Vasco. Alejado por fin el fantasma de la violencia y descartadas las hojas de ruta unilaterales, hoy se elogia la moderación del nacionalismo institucional por ser compatible con, en grandes líneas, un Estado español que se moderniza y cuyas fronteras poco a poco se van diluyendo en un proyecto europeo que la ciudadanía hace cada vez más suyo.
Esta nueva política, la de un nacionalismo más pragmático, más orientado a una gestión eficaz y realista que a los grandes proyectos de nuevas construcciones Nación-Estado no es, sin duda, flor de un día sino fruto de una reflexión profunda y de una estricta aplicación de la teoría de la autopista.
Mientras esto ocurre, todos y cada uno de nuestros agentes políticos buscan su autopista, conscientes de que el largo plazo exige de una profunda revisión de postulados y virajes estratégicos de fondo.
Para los científicos no es difícil reconocer en muchas de estas novedades políticas la indiscutible eficacia de la teoría del turnpike.
Hay, sin embargo, un aspecto que no conviene olvidar. Cuando uno toma una autopista creyendo hacer la mejor opción puede no estar eligiendo la estrategia óptima si olvida que un poco más allá hay otra superautopista. Nos ocurre con frecuencia en las grandes ciudades y también en regiones como la nuestra, de topografía endiablada, en la que no siempre está claro cuál es la mejor ruta.
Estamos en pleno proceso de aplicación de la teoría de la autopista en nuestra praxis política. Falta hace. Pero conviene no olvidar que, en el largo plazo, puede que haya otras superautopistas, inexploradas hasta ahora, que resulten aún mejores. Conviene, pues, revisar el mapa al detalle, pues tal vez haya otro peaje, un poco más caro, unos pocos kilómetros más lejos, que sea más rentable y eficaz en el largo plazo.
El artículo original fue publicado en DEIA el 29 de Julio de 2016 y puede encontrarse en este enlace y aquí en la versión PDF.