Le conocí hace cincuenta años. Yo era apenas un niño. Él, con unos quince años más, subía y bajaba los cinco pisos de escaleras con una agilidad sorprendente. Era fácil reparar en él; sus ojos de farero de un color de difícil definición, entre azul, gris y verde, le distinguían, y hacían pensar que debía ser capaz de ver cosas diferentes.
Le veía rara vez. Un día en el puerto observé que trabajaba de arrantzale en uno de aquellos pintorescos y coloridos barcos de bajura de madera que por entonces se acumulaban en nuestros puertos, dejando poco espacio para las demás embarcaciones.
Mis padres me explicaron que los marineros normalmente vivían la mitad del tiempo en casa y la otra mitad en el mar. Desde entonces me pareció una persona valiente.
Le tenía perdido de vista. La vida nos llevó a los dos lejos de aquél lugar durante mucho tiempo, tal vez demasiado.
Ha vuelto hace poco. Lo reconocí porque aún sube y baja las escaleras a pie, aunque ahora haya ascensor, y porque sus ojos siguen siendo de farero aunque ahora se ven más pequeños y su mirada es más triste.
Al cruzarnos en el descansillo le tuve que explicar quién yo era. Apenas se acordaba de mí. Lógicamente recordaba mejor a los miembros mayores de mi familia.
Lo que fue un encuentro casual al salir de casa dio lugar a una larga caminata y conversación.
Había vuelto para quedarse en la casa de su infancia, hace tiempo vacía. Estimo que ahora tendrá unos setenta años.
Pasó buena parte de su vida en el mar. Primero en la pesca de bajura, y luego ya en los grandes buques. Al casarse se trasladó de domicilio al pueblo vecino y al jubilarse, joven, como es habitual en el mar, puso un negocio en la capital.
Ahora, ya definitivamente jubilado, había perdido a su mujer que fue durante toda su vida, como me explicó, aquella joven que yo conocí hace ya mucho tiempo y que le acompañaba casi siempre cuando no iba de faena. Imposible olvidar su sonrisa morena y juvenil, propia de alguien que aún no había conocido el sufrimiento.
Pero, me dijo, le tocó sufrir mucho en los últimos meses. La vida siempre acaba en un “empate a cero”, murmuró.
Con sus hijos ya independientes, incluso con algún nieto, ahora le tocaba volver a vivir sólo en su casa de la niñez.
Le pregunté si alguna vez había sido farero y me dijo que no, pero me confirmó que muchas veces le había tocado pasar las noches en vela, de vigía en alta mar.
Según caminábamos sus ojos escrutaban el mar, el cielo, el horizonte, y las laderas. Tuve la certeza de que veía cosas que yo no era capaz de ver.
Habla un euskera impecable, propio de quien lo ha cultivado, y un castellano culto. Al preguntarle se limitó a decir que las noches en el barco son muy largas y que había leído mucho. Pensé que no podía había tenido mucho tiempo de ir al Instituto o la Universidad, y que, en efecto, las noches deben ser largas en alta mar pero que un camarote compartido no debe ser el lugar más cómodo para leer. Él, visiblemente, lo había hecho.
Se conocía el mapa del mundo al dedillo, pero siempre visto desde el mar, y se sentía afortunado por ello, por no haber estado, como yo, siempre anclado en tierra, aunque cercado por el mar que, como subrayó, ocupa buena parte de la superficie del planeta.
Se siente privilegiado de haber vivido a caballo entre tierra y mar, y de ahí extrapolaba para imaginar lo grande que debe ser la experiencia del astronauta.
Me explicó que, ahora ya definitivamente amarrado en tierra, se sentía como un náufrago.
Le interrogué sobre si alguna vez había naufragado de verdad y no me dio una respuesta clara. Se limitó a decirme que quien pasa en el mar la mitad de su vida experimenta allí el cielo y también el infierno. Le pregunté también si había sido víctima de un acto de piratería. Tampoco me dijo. Me quedé con la duda de si su leve cojera se debía simplemente a, como me dijo, un accidente de pesca laboral rutinario.
Hoy es una persona reservada revestida de la doble sabiduría de la experiencia de una vida dual, la de tierra y la del mar. Sospecho que en otro tiempo fue más extrovertido. Me dijo que el mar, el océano, invita a la observación y al silencio.
Al volver entró en la iglesia. Me contó que lo hacía casi todos los días pues allí no escuchaba ni el rugido del mar, ni el ajetreo de la calle, ni las voces de todos aquellos que ya no están.
Tuve la impresión que había integrado la religión católica a su vida de una manera muy personal, nada convencional, y que el fuego de la pérdida de su esposa le consumía por dentro.
Es una persona con una exhaustiva formación política, de esos que abundan por estas tierras, pero, me dio la impresión, sin afiliación alguna, pues su percepción del tiempo en que vivimos es tan poliédrica que no cabe en una sola casilla. Un librepensador autodidacta con una experiencia vital envidiablemente rica.
Pensé que nada puede ser igual para quien ha vivido la mitad de su tiempo flotando en el agua.
Creí entender su naufragio en tierra y lo doblemente duro que debe ser experimentarlo en la casa vacía de la niñez.
Subrayó que se sentía un náufrago, sí, pero rodeado de muchos otros. Entendí que, efectivamente, aunque en los libros y en el cine los náufragos con frecuencia están solos, se puede naufragar también rodeado de una muchedumbre de iguales.
No quiso hablar ni del pasado ni del presente. Del pasado, me dijo, no merece la pena pues cambia todos los días en función de lo que recordamos y olvidamos y del presente, prosiguió, tampoco porque instantáneamente forma parte del primero.
Le gustaba, me dijo, hablar del futuro. A mí me pareció que, en gran medida era así, pues el futuro es un capítulo en blanco y hasta cabía la improbable posibilidad de que llegase a él libre de sufrimiento.
Me dijo que, a lo sumo, en el siglo próximo, el humano habrá de ocupar parte del océano pues ya no encontrará espacio en tierra firme. Le respondí que eso es algo que ya ocurre en muchos lugares costeros donde, poco a poco, se gana espacio al mar, en una dinámica arriesgada pues, al cabo del tiempo, con frecuencia, el mar suele reclamar lo que se le quita. Pero él se refería a una forma de hacerlo masiva, como cuando Bilbao decidió extenderse al otro lado de la ría para no quedar confinado en un angosto lado de la rivera.
Le contesté que me resultaba difícil de imaginar y tan difícil de anticipar como que el humano vaya a vivir en otros planetas. Pero le confesé también que me parecía lógico tener esa convicción cuando se ha vivido a medias entre tierra y agua, como los anfibios.
Me impactó que dijera que veía muchos náufragos a su alrededor, casi todos disfrazados de ejemplares ciudadanos.
Creí intuir que había en esa aseveración una inspiración de creyente, y que se refería a que muchos vagamos por el mundo sin saber exactamente para qué lo hacemos. A la vez me resultaba obvio que él naufragaba prematuramente en la certeza de haber perdido lo más querido, que nunca recuperaría, por mucho que rebuscara en la tierra o en el fondo del mar.
No me atreví a preguntarle si yo era uno de esos otros náufragos a los que se refería. Intuyo que sí.
Me preguntó si conocía algún poema sobre el mar y me excusé por ser de memoria frágil, aunque pude recitar alguna estrofa y tararear alguna canción.
En respuesta de despidió tarareando la célebre canción de Benito Lertxundi:
“Itsasoari begira zer dezaket desira?”
(Mirando al mar ¿qué puedo desear?).
Dudo que naufrague más que cualquiera de nosotros.
El texto original fue publicado en el semanario 7K el 2017/11/26 y puede descargarse desde este enlace.