De pequeños solíamos ir a pescar casi todos los días del verano. Siempre a las mismas rocas. Bueno, las mismas del todo no, pues algunas eran inaccesibles en marea alta, a menos que fuera a nado, lo cual era incompatible con el transporte de la caña y los aparejos.

Teníamos dos caminos para llegar hasta allí. Uno era el de arriba, más largo, subiendo primero por la carretera y luego bajando a través de la campa que, sorprendentemente, protegida tal vez por alguna norma urbanística que ha resistido los años del pelotazo, aún domina majestuosamente virgen y verde la bahía. El otro camino era sólo accesible en marea baja, desde la playa, por las rocas. Este último era y es mucho más corto pero no exento del riesgo de un resbalón y coscorrón. No recuerdo de nadie, por hábil y experto que fuera, niño o mayor, que no resbalara al menos una vez con consecuencias aparatosas pero no graves. Siempre había alguna roca no seca del todo, un poco de verdín imperceptible, que escondía la trampa.

Íbamos a pescar y pescábamos. El mar estaba lleno de peces aunque los mayores nos decían que un par de décadas antes eran bastante más grandes; que donde para nosotros sólo había peces de roca de tamaño pequeño o mediano, en épocas anteriores también transitaban lubinas y doradas de varios kilos de peso que nosotros nunca tuvimos oportunidad de pescar.

Pero no nos importaba, el mar estaba aún lleno de peces y algunos días eran particularmente dadivosos. Era cuando coincidía la marea baja, el agua límpida, sin mar de fondo, y la ausencia de olas y viento: “Ixaso barea”. Entonces los peces salían a comer en masa y no resistían a la tentación de las txitxaras que previamente habíamos cogido en la marisma, con el fango hasta la pantorrilla, para después limpiarlas una a una, quitarles el barro, secarlas, envolverlas en algas de su propio entorno y por fin guardarlas empaquetadas en papel de periódico en el frigorífico de casa.

Sólo había dos caminos para llegar a las rocas pero éramos felices pues conocíamos el ritual y sabíamos elegir bien.

Hoy los dos caminos siguen allí pero ya no hay txitxaras y casi tampoco peces.

Las txitxaras fueron las primeras en desaparecer, presagiando un cambio de época. La hasta entonces inexistente depuradora de aguas municipal se instaló justo en la marisma donde crecían y engordaban vigorosas a base de suculentos menús interminables, y al hacerlo acabó con su ecosistema y desaparecieron. ¡Era el progreso!

Poco a poco los peces fueron también escaseando. Lo notábamos cada verano y los más expertos nos explicaban que en los últimos tiempos los barcos echaban nuevas y más exigentes redes que recogían todos los peces antes de que llegaran a los canales y pozas en las que nosotros acostumbrábamos a lanzar el anzuelo.

Después llegaron las inundaciones del 83 que enturbiaron el agua de manera radical, garantizando una mar de fondo permanente durante un buen tiempo.

Los cambios de humor e intereses propios de la adolescencia y recién estrenada juventud hicieron el resto y las cañas acabaron aburridas en el camarote, viejos testigos inútiles de grandes hazañas de depredadores inofensivos.

Eran épocas en que sólo teníamos que elegir entre uno de los dos caminos. Todo lo demás estaba dado.

Hoy vivimos en un mundo infinitamente más rico, con multitud de oportunidades y opciones en todos los ámbitos. Pero no hay txitxaras y casi tampoco peces.

Por si a alguien le quedase alguna duda, basta observar cómo los barcos de bajura locales, de madera artesana y vivos colores que llenaban nuestros puertos hasta hace poco también han desaparecido y que los pocos que quedan envejecen sin un destino claro pues ni siquiera hay condiciones para conservarlos bien como recuerdo. La sierra y el barniz no suenan ni huelen ya en los astilleros y embarcaderos de la orilla donde, hasta hace no tanto, nuestros distintivos barcos eran construidos con un olor mezcla de mar y serrín.

El mar marca su ley y quien no nada no flota y se hunde y el barco que no navega es corroído por el salitre, que carcome madera y hierro.

Eran épocas donde sólo había que elegir entre un camino u otro, un canal de televisión de los dos posibles,… Hoy las opciones son casi infinitas en casi todo pero es mucho más difícil abrirse camino. Hoy las txitxaras se compran…

Pero este tipo de dilemas no se plantea sólo en el mundo lúdico, casi idílico, de los niños y jóvenes que van a pescar.

En Paris se acaba de estrenar la película-documental “Comment j’ai détesté les Maths” (Cómo he detestado las Matemáticas), dirigida por Olivier Peyon, y en la que se entrevista a varios matemáticos de prestigio de la escena mundial actual. Hablan de esas Matemáticas tan detestadas por muchos pero que sustentan nuestra sociedad actual como lo han hecho en el pasado, cuando ha habido sólo dos caminos y ahora que hay muchos más.

En el catálogo de presentaciones que se puede descargar de la página web de la película se resumen algunos de los testimonios. El último es de nuestro colega Gert-Martin Greuel, Director del Instituto de Oberwolfach de Alemania, que dice “No creáis a ninguna autoridad, verificad por vosotros mismos. Reflexionad, pensad, desarrollad vuestras propias ideas. No paréis nunca”.

Hermosa invitación a la rebeldía a través del estudio, la reflexión y el pensamiento, para dotarse de un espíritu crítico en un mundo en el que cada vez hay más opciones pero en el que con frecuencia nos falta libertad genuina para elegir y también criterio.

Dicho de otro modo: “No pares: ¡piensa, piensa!”

En el mismo catálogo se parafrasea el famoso poema “La poesía es un arma cargada de futuro” de Gabriel Celaya (Hernani, 1911-Madrid, 1991) cuando dice “Poesía para el pobre, poesía necesaria como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto.”

El tiempo pasa pero las cuestiones importantes son siempre las mismas, o casi, para una generación y para la siguiente. Y la Poesía y la Ciencia constituyen dos intentos cada vez más necesarios de dar con la escurridiza respuesta. Hojas de ruta indispensables aunque insuficientes.

En otras culturas las mismas ideas se manifiestan de forma distinta, el mismo espíritu se expresa de otra manera. Un proverbio que un día encontré escrito en una pared de una ciudad africana y que ya nunca pude olvidar dice, por ejemplo: “Cada mañana en África despierta una gacela. Sabe que debe correr más rápido que el león más rápido para no ser devorada. Cada mañana en África despierta un león, y sabe que tiene que correr más rápido que la gacela más lenta para no morir de hambre. No importa si eres gacela o león, cuando se levante el sol, despierta y corre.”
No pares: ¡corre, corre!

El mundo es hoy mucho más complejo, pero pocos querríamos volver atrás a pesar de que el progreso impone el embarazoso precio de tener que elegir entre un número cada vez mayor de caminos, en un menú cada vez más sofisticado.

Pero echamos de menos el menú del día casero, el de toda la vida, donde sólo se elegía entre dos primeros y dos segundos.

¿Hay realmente tantos platos, tantos caminos que merezcan la pena como parece en esta nueva Sociedad de la Información?

Tal vez las cosas importantes se diriman siempre en dos opciones, dos caminos: el de arriba con marea alta, el de abajo, con marea baja.

Tal vez sea así simple. Pero no está del todo claro.

Tendremos que seguir pensando, corriendo, buscando la respuesta. No pararemos hasta conseguirlo.

Tal vez mientras lo hacemos vuelvan las txitxaras y los peces.

Artículo publicado en Gara, “Zazpika” el  01 de diciembre de 2013