En una entrevista televisiva de la pasada campaña preguntaron al Presidente Rajoy si era hora de que el puesto de Presidente del Gobierno lo ocupara una mujer y si la actual Vicepresidenta Sáenz de Santamaría sería una buena candidata para hacerlo. Se zafó hábilmente diciendo que en política las cosas pueden cambiar mucho y muy rápido. Para comprobarlo recomendó verificar lo que decían los periódicos dos o tres años atrás.
Y tenía razón. Hace dos o tres años nadie habría imaginado que en Paris se fuera a alcanzar un consenso unánime en la reciente Cumbre del Cambio Climático. Tampoco podíamos prever entonces la dimensión mundial que alcanzaría la amenaza del yihadismo. Era también difícil creer que la economía pudiese empezar a presentar brotes verdes auténticos, como parece ocurrir ahora. Era igualmente poco predecible que, como suma de la crisis económica, el terrorismo y el siempre excesivamente lento avance del proyecto Europeo, en la Francia de la “Liberté, Égalité, Fraternité”, el partido de Le Pen pudiera llegar a disputar el liderazgo a las formaciones tradicionales, como lo hizo en las pasadas elecciones regionales.
Tampoco era previsible que el apoyo del PSE al PNV en la aprobación de los primeros presupuestos del Gabinete del Lehendakari Urkullu se fuese a convertir en una sólida alianza extensible y extendida a todas las instituciones y estamentos autonómicos y municipales, ni que la izquierda abertzale fuese a perder las emblemáticas alcaldías de San Sebastián o la Diputación de Guipúzcoa. Nadie entonces habría imaginado tampoco que pasaríamos del bipartidismo al cuatripartidismo de las últimas elecciones generales.
Y, visto así, se podría decir que la vida política avanza efectivamente muy rápido, como el segundero del reloj analógico.
Pero esa no es más que una de las perspectivas o escalas temporales, una de las múltiples velocidades en las que se suceden los acontecimientos políticos. Hay una evolución de fondo, mucho más lenta, en ciclos en los que las unidades son las décadas, las generaciones.
Es nuestro caso. Basta echar la vista atrás para constatar que nuestra política, “la política vasca”, ha transcurrido siempre de modo que las diferentes posiciones resultaban fácilmente clasificables en función del posicionamiento ante dos cuestiones relacionadas entre sí: La relación Euskadi-Estado por un lado, y la violencia y el terrorismo por otro.
Y esto ha sido así durante las cuatro décadas transcurridas desde la muerte del dictador.
Pero hace unos años las cosas empezaron a cambiar. Por fin callaron las armas y, aunque al principio no entendimos las últimas consecuencias que tendría aquél histórico evento, poco a poco el andamio que sujetaba nuestra rígida fotografía política empezó a resquebrajarse lentamente, como ocurre con las transformaciones geológicas.
Y es que, lo mismo que el “tic tac” del reloj del famoso bolero, lento o rápido, según la subjetividad de quien vive el momento -rápido en exceso a veces, cuando apuramos instantes de placer, o infinitamente lento cuando se trata de transitar por el sufrimiento-, nuestra política evoluciona en diversos ritmos compatibles y paralelos.
El improbable cruce, la intersección de esos diferentes tiempos, se ha dado en las últimas elecciones generales en las que nuevas formaciones han sido protagonistas de una importante llamada de atención. Incluso aquí, en Euskadi, ha calado el espíritu de la revuelta de la Puerta del Sol, con capacidad de ilusionar y atraer el voto.
La transformación sociopolítica que evidencian los resultados cosechados por los nuevos partidos y el origen de los votos que han arrastrado, medible en el desigual descenso de las diferentes opciones tradicionales, han sido analizados de manera exhaustiva. Y, tras hacerlo, hay aún quien opina que se trata de un suceso puntual, no extrapolable a, por ejemplo, próximas convocatorias, como las Autonómicas que celebraremos en 2016.
Tal vez sea así pero tampoco se debería subestimar la capacidad de los nuevos líderes que, rompiendo moldes, se han sabido abrir paso.
Son varios los factores que hacen posible la emergencia de nuevas tendencias de voto. Por una parte, las nuevas generaciones de votantes vascos ya no han vivido los orígenes de un contencioso cada día hoy menos visible en nuestras calles, mientras que los más maduros empiezan a percibir la fatiga de arrastrarlo indefinidamente. Por otra, la ausencia de violencia y la cada vez más innegable globalización hacen que la política se desdramatice y se flexibilice la disciplina del voto, facilitando su posible trasvase. A esto hay que añadir la constatación ciudadana de que, en la praxis política, los programas electorales no necesariamente suponen un compromiso estricto de cara al desarrollo de las legislaturas una vez que se celebran las elecciones.
Todo ello da alas a los políticos más imaginativos y hace que el ciudadano se permita experimentar con su voto.
Paralelamente, los partidos tradicionales, a pesar de sus esfuerzos, no consiguen sintonizar plenamente con un inconsciente colectivo más poroso, que cada vez evoluciona más rápido. Honestamente comprometidos con su propia historia, corren además el riesgo de perder credibilidad si se muestran demasiado proclives al cambio de discurso.
En Francia, sin ir más lejos, tras las últimas elecciones regionales, Sarkozy ha sido criticado por haber desplazado su discurso en exceso hacia la derecha más retrógrada en el afán de restar votos a Le Pen.
Y es que, en efecto, de no andar con tiento, se corre el riesgo de hacer buena la famosa frase del genial Groucho Marx: “Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros.”
Todo ello da alas a los nuevos políticos y líderes más imaginativos. De hecho, si cada campaña electoral deja para el recuerdo algún momento o frase memorable, en la última el “No olvides, sonríe” del líder de Podemos ha sido posiblemente la que más ha impactado.
De ese modo, en un panorama hasta ahora aparentemente estanco, en que el patrimonio electoral vasco parecía estar distribuido estática e indefinidamente, un porcentaje importante de la población se ha inclinado por la nueva vía incubada el 15M y que se basa en dos principios simples y difíciles de rebatir: las cosas han de cambiar y, además, pueden cambiar.
Vivimos en la volatilidad y quién sabe cuál será el reparto de votos de las próximas contiendas electorales. Pero, por el momento, la ciudadanía ha decidido regalarse una mayor libertad a la hora de elegir su voto y con ello abrir la puerta a nuevas opciones, permitiéndose ensayar fórmulas que hasta ahora no formaban parte de nuestros planes.
En nuestro caso, todo ello bien podría significar que nuestra tradicional “política vasca” está dando paso a un nuevo paradigma, el de “la política de los vascos, de los ciudadanos vascos”, con menos ligaduras con el pasado, con menos tabúes, más dinámica y versátil.
No hay nada que temer, hay espacio para todos, para los partidos tradicionales, para los nuevos, y para los que aún están por emerger, para la gente, para la sociedad civil en definitiva.
Fue el escritor irlandés George Bernard Shaw (1856-1950), ganador del Premio Nobel de Literatura (1925) y del Óscar (1938), quien dijo “Ves cosas y dices,”¿Por qué?” Pero yo sueño cosas que nunca fueron y digo, “¿Por qué no?”.” Tal vez hayamos entrado en una nueva era del “¿Por qué no?”.
Fue también él quien dijo que el progreso depende del hombre irrazonable pues “El hombre razonable se adapta al mundo y el irrazonable intenta adaptar el mundo a sí mismo.” Es posible que, como sociedad, hayamos llegado a un momento de madurez en el que estemos dispuestos a permitirnos ciertas dosis de sana irracionalidad.
Probablemente, en el fondo, todo esto no signifique más que la manecilla pequeña de nuestro viejo reloj de pared ha completado, por fin, una nueva larga vuelta, a la vez que emprende una nueva.
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