Una de las características del siglo XXI por el que llevamos casi dieciséis años transitando es la fusión y solapamiento pleno entre la política y la gestión.
La gestión consiste en la asunción y ejercicio de responsabilidades sobre un proceso, ya sea en el ámbito de la actividad privada o pública mientras que la política, desde sus orígenes, tiene como fin el ordenamiento de la vida de los ciudadanos, tarea de la que se ocupan quienes rigen y gestionan los asuntos públicos.
En una sociedad democrática avanzada como la que aspiramos a ser y en gran medida somos, política y gestión pública son dos actividades que confluyen, con los mismos protagonistas.
Lejos quedan los tiempos en que la política era un espacio para los sueños y la ilusión, en el que casi todos participábamos con más pasión que cultura, experiencia y realismo. En la dictadura sin ir más lejos eran pocos los que podían desarrollar abiertamente una vida política, monocolor entonces. Los más lo hacían en una clandestinidad valiente, a veces compatible con una vida aparentemente normal y en otras pagando el precio del destierro o la cárcel.
Por entonces, para la mayoría, la política era un ámbito de acción desconocido en el que, a pesar de ello o precisamente por eso, se había depositado la esperanza en un futuro mejor, en el que todo era igualmente posible.
Tras décadas de desarrollo de una democracia más o menos normalizada, política y gestión se funden en un espacio común cada vez más teñido de realismo y con menos resquicios para la ilusión ilimitada.
Hay, de hecho, colectivos amplios de la sociedad en los que empieza a cundir un cierto hastío: ¿Qué nos ha pasado para haber transitado de aquella época en la que no ocurría nada porque todo estaba prohibido a ésta en la que, por mucho que digamos y hagamos, nada parece acontecer?
Lejos de alarmarnos deberíamos considerar que este estado de opinión es un signo más de madurez, de normalización.
La diferenciación de la profesión de político, inevitable ante la creciente complejidad de los asuntos a tratar y el trepidante ritmo en el que vivimos, que se distancia de la visión romántica de antaño de este noble oficio, nada tiene de anormal. A medida que la democracia progresa, la política se convierte paulatinamente en la profesión propia de quienes rigen lo público.
Se habla del desprestigio de la política y de la corrupción, pero, probablemente, la mayoría de los campos de actividad que fuesen sometidos al riguroso escrutinio de la opinión pública obtendrían resultados semejantes. Entramos plenamente en una fase de homologación con el entorno y esto pone en evidencia el acné de nuestra adolescencia democrática.
Y como buenos adolescentes, aunque nada de lo que nos ocurre esté fuera de las estadísticas, vivimos este proceso de transformación a la vida adulta y socialmente normal, de manera muy distinguida, intransferible.
Aquí tenemos nuestro eterno contencioso con el estado, que constituye el gancho con el que desde la política se apela una y otra vez, con desigual éxito, a la conciencia del ciudadano, como si de la última oportunidad se tratara para defender una de las dos antagónicas posiciones y banderas, siempre en liza.
Lo constatamos en las sucesivas campañas electorales. En las Europeas, sin ir más lejos, se nos suele hablar de Europa, sí, pero como si se tratase sólo de la arena en la que se debaten dos visiones siempre contrapuestas, más que un proyecto continental que ha de ser común, con naturaleza y personalidad propia: Mientras unos defienden la Europa de los Estados, otros promueven que Europa transite a un modelo cimentado en las regiones y naciones emergentes.
Pero evolucionamos socialmente y, como hemos constatado, a pesar de los subidones hormonales de nuestra adolescencia democrática, la normalidad extiende sus tentáculos y los resultados aquí empiezan a no ser muy distintos de los de otros países. Los amplios porcentajes de abstención empiezan a ser la más clara manifestación de que el ciudadano empieza a considerar la política sólo como una cara más del complejo prisma de la vida ciudadana que apenas invade el ámbito de la pasión, ocupado por otras actividades como el deporte, la cultura, la cooperación o el voluntariado.
Avanzamos en el camino de una normalidad que durante tantos años añoramos y que ahora nos sorprende en su aparente simplicidad.
En este devenir, por ser jóvenes en democracia, aún no hemos desarrollado ese espacio en el que el desencanto se convierte en anti europeísmo populista y xenófobo como en otros países. Ojala nuestra condición de europeos del sur nos salve de esa epidemia. Pero no es seguro y, tal vez, también eso sea sólo cuestión de tiempo.
Este nuevo contexto de cierto desencanto realista necesita de entrenamiento y disciplina, como lo exige un nuevo estado civil o una nueva situación laboral.
Nada mejor que plantearse objetivos claros, ambiciosos pero alcanzables, para mantenerse ocupados y en forma. Lo tenemos fácil. Es el momento oportuno pues empezamos a salir de una larga y profunda crisis. Es pues un escenario idóneo para plantearse nuevos retos.
Nuestros índices de paro hacen que no podamos presumir de ser un país próspero. Por mucho que nos empeñemos en mirar al sur para sentirnos estar mejor que otros, el 10% está demasiado lejos. No digamos ya el pleno empleo.
Nuestros vecinos tampoco lo tienen fácil y eso no ayuda. Aun partiendo de una situación netamente mejor en Francia, sin ir más lejos, en un nuevo episodio internacional de homogeneización política, es a un presidente socialista al que le corresponde podar el sistema de bienestar.
Cada vez parece más cierto que la política, como dijo Aristóteles, es “el arte de lo posible”, y la administración pública la necesaria plataforma para gestionarla y desplegarla.
Y el cerco a lo posible se estrecha paulatinamente.
Hubo tiempos en que todo era plausible en un mundo virtual de las ideas pero hoy la genuina e ineludible realidad es más árida y un estado puede ser nominalmente independiente y en lo económico depender de lo que señalen organismos internacionales, siguiendo la evolución de un puñado de indicadores económicos y financieros, sin siquiera tomar el pulso de lo que piensan y viven sus paisanos.
Un análisis objetivo de la situación indica a las claras que en ese amplio campo de la política y de la gestión de lo público son pocos los parámetros libres sobre los que realmente se pueda actuar. Pero no por ello podemos renunciar a hacerlo de manera decidida, pues sin actuación no hay regulación posible.
No merece la pena caer ni en el euro-escepticismo, ni en la atonía política. Los políticos no son magos, ni ilusionistas, y la política no es la pantalla donde deba proyectarse la realidad virtual. A nadie se le pueden pedir milagros pero, como ciudadanos libres y serenos, sí que podemos exigir excelencia en el desempeño de la responsabilidad de lo público, con los niveles competencia y competitividad que se nos exigen a todos los demás en nuestros ámbitos respectivos pues, en el fondo, vamos todos en la misma trainera y como dice Joaquín Sabina en su canción “Peces de ciudad”, es difícil desafiar el oleaje sin timón ni timonel.
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