atapuerca_1Fue en el interior de la caverna donde comprendieron que el futuro de su especie pasaba por conquistar la intemperie, la superficie, de ser capaces de vivir fuera de la cueva.

Para entonces el incipiente hombre, aún con aspecto de primate, había sido ya iluminado con una inteligencia primitiva, emergente, y de ese modo su instinto animal de supervivencia se había complementado con la capacidad de elucubrar sobre otros modos de vida.

Aquellos remotos ancestros, al conseguir apenas imaginar la vida fuera de la cueva, acababan de subir un peldaño gigante en el largo camino de la evolución.

Pasó mucho tiempo hasta que pudieron intuir en qué podría consistir su misión. Tuvieron que estirar su imaginación al máximo para entender que las piedras y palos que usaban para la caza o para prender fuego podrían servirles también para crear hábitats semejantes a los de las cuevas, pero en la superficie, bajo el cielo.

Neandertal del Museo de la Evolución Humana de Burgos. Foto: © Izaskun Lekuona

Neandertal del Museo de la Evolución Humana de Burgos. Foto: © Izaskun Lekuona

Los más valientes, inteligentes y fuertes fueron los primeros en intentarlo.

¿Qué no daríamos por ver las imágenes de los primeros homínidos saliendo de la caverna para construir el primer amago de choza?

Inútil soñar. Nadie estaba grabando la escena del Big-Bang de la humanidad.

Los primeros intentos fueron un desastre. Aquellas primitivas cabañas apenas tenían forma, ni generaban espacio interior suficiente para su uso. Su sustentación era casi nula y no soportaban ni el azote de la meteorología ni el de los animales carnívoros que gustaban de la tierna carne del mono que se estaba humanizando.

Hubo muchos que quisieron desistir, quedarse en la cueva, que ya conocían, que les cobijaba, aunque las condiciones de vida allí fueran penosas. Además habían aprendido el arte de la pintura rupestre y disfrutaban pintando en las húmedas paredes subterráneas las escenas épicas de caza en que, a pesar de su pequeño tamaño, eran capaces de aprehender grandes presas, gracias a su capacidad de cooperación, de sincronización y las armas que poco a poco habían ido forjando y perfeccionando.

Una arriesgada y sugerente apuesta. El “pensador” Neandertal del Museo Halle.

Pero el virus de la inteligencia se había apoderado ya irreversiblemente de sus cerebros. Los más perspicaces intuían que más allá del modo y momento en que se habían limitado a vivir hasta entonces, había un horizonte en el que nunca antes habían pensado y que más tarde se llamaría futuro.

El mero esfuerzo mental fue perfeccionando su inteligencia que les permitió pulir su artesanía. Consiguieron por fin construir cabañas donde podían pernoctar. ¡Habían conquistado la superficie del planeta!

Pronto entendieron que, lo mismo que la sincronía les permitía abatir animales gigantes, una coordinación adecuada de sus primitivas construcciones en la superficie, en forma de poblados, les ayudaría también a defenderse mejor. Inventaron lo que hoy llamamos urbanismo.

Pero sus construcciones seguían siendo frágiles.

Su cerebro seguía creciendo, aumentando la capacidad de memoria, y también la creatividad. Para entonces los más avezados se habían dado cuenta de que su fuente de inspiración era la naturaleza.

Imagen: Flickr / Aaron Escobar

Imagen: Flickr / Aaron Escobar

Observaron pues los árboles y su fortaleza. Se preguntaron cómo, a pesar de su gigantesca altura de decenas de metros, casi siempre conseguían mantenerse erguidos, a pesar del azote del viento, de la lluvia o del sol abrasador.

Mirando hacia arriba entendieron que el secreto estaba abajo, bajo tierra.

Contemplaron los árboles caídos y comprendieron así su verdad oculta: Bajo su cuerpo visible había otro no menos importante que sustentaba al primero, el que le daba vida, anclado bajo tierra, bebiendo de sus nutrientes y sosteniendo el tronco con destreza malabar.

¡Eran las raíces!

Se pusieron entonces manos a la obra. Sus chozas y construcciones necesitarían de sus propias raíces para sustentarse y soportar el viento, la lluvia, el sol y las embestidas de sus depredadores. Su papel de humanos era dotar a las chozas de ese segundo cuerpo invisible que les faltaba.

Así, de la observación de la naturaleza y de la comprensión del rol de las raíces, el hombre integró un nuevo elemento a sus construcciones: los cimientos.

El humano cada vez lo era más. Había también creado los antecedentes de lo que hoy denominamos Arquitectura.

Proyecto de la Biblioteca Nacional de Astaná (Kazajistán) en forma de Banda de Möbius http://big.dk/#projects

Proyecto de la Biblioteca Nacional de Astaná (Kazajistán) en forma de Banda de Möbius http://big.dk/#projects

Desde entonces nuestras construcciones no han hecho más que evolucionar y cada vez lo hacen más rápido. Nuestros edificios son hoy inteligentes y sus cimientos albergan importantes infraestructuras y mecanismos que van desde aparcamientos utilitarios hasta búnkeres preparados para la Tercera Guerra Mundial o cualquier otro ataque enemigo. Se adaptan también al clima y las características geofísicas del entorno. Y, allá donde es necesario, se dotan de mecanismos que los hacen resistentes a los seísmos.

La aventura del hombre primitivo, la que conduce a las construcciones sólidas y cimentadas de los primeros poblados, fue acompañada de otra menos visible pero no por ello menos importante. Y es que a medida que el hombre conquistaba la superficie, ganaba también libertad. Ya no necesitaba caminar siempre agachado, evitando los bajos techos de la cueva, sino que podía erguirse y estirarse. Sus ojos podían ver más lejos pues se habían acostumbrado ya a disfrutar de la luz diurna y de la contemplación de las estrellas por la noche. Podía desarrollar actividades en un territorio mucho más extenso, no siempre atado a la cercanía que imponía la caverna.

maryleakeySu cerebro había empezado a entender que vivía en un espacio cuyos límites estaban mucho más allá de los que podía ver desde la embocadura de la cueva y que sus extremidades le permitían moverse, explorar terrenos desconocidos, al otro lado del río o de la colina.

Paradójicamente, su instinto de supervivencia, de cuidar a sus crías, al haberse hibridado con la inteligencia, empujaba al homínido a explorar nuevas tierras, asumiendo nuevos riesgos, a cambio de tentar la suerte de descubrir lugares más favorables para vivir, en los que el clima fuese menos implacable y la naturaleza más generosa.

Comenzó pues a despegarse de un hábitat reducido en el que no solo había creado los primeros poblados sino que había también acuñado el primer protolenguaje.

Mientras los cimientos que había construido anclaban sus chozas al suelo, el hombre se sentía cada vez más libre.

Los más intrépidos emprendieron el viaje mientras eran increpados por los que se sentían satisfechos en el poblado, los mismos que en su día se negaban a abandonar la caverna.

Al iniciar esta nueva andadura el cerebro empezó a acumular en su memoria los olores y sonidos de su lugar de origen, las voces de sus pares, los rostros de los más queridos, las imágenes de los recuerdos de los pasajes más singulares que les habían tocado vivir. Y al hacerlo comenzó a construir un nuevo e invisible sustrato que más tarde se denominaría “Cultura” en cuya base, como gran distintivo, residía aquél primer protolenguaje.

En aquél viaje el hombre descubrió a otros semejantes, que habían recorrido caminos parecidos, a los que podía identificar claramente como miembros de su propia especie, a pesar de las evidentes diferencias físicas, y de no poder comprender lo que con su diferente primitiva lengua parecían comunicar.

El Big-Bang humano de la inteligencia no se produjo aisladamente en una sola cueva sino que fue un fuego de artificio que prendió, de manera más o menos simultánea, en numerosos lugares.

Flujo genético entre las poblaciones del paleolítico. Credit: http://paleoantropologiahoy.blogspot.com.es

Flujo genético entre las poblaciones del paleolítico. Credit: http://paleoantropologiahoy.blogspot.com.es

Cada colectivo había comenzado a generar su propia cultura y con ella cada uno de sus cerebros se completó con un haz de raíces invisibles.

Generación tras generación ese tesoro se ha ido perfeccionando, enriqueciendo, incorporando nuevos elementos, hibridándose, pero preservando distintivos identificables entre los que la lengua es el más singular. Cada cerebro está adosado a un cepellón cultural invisible.

Hoy miles de millones de esos haces culturales deambulan en la superficie del planeta, cubiertos de fibras y tejidos, atados en el epicentro de la lengua materna.

La canción “Sustraiak” (Raíces) de Anari lo dice: “…ezeri heldu gabe itsaso azpian ba omen zuhaitzik batetik bestera…”; “…en el profundo océano hay árboles nómadas que van de un lado a otro.”

El artículo original publicado en Zazpika el 6 de diciembre de 2015, puede leerse en este enlace.