La pandemia nos ha dejado casi sin temas que comentar. Y sin palabras. Los tiempos de confinamiento, con independencia del grado, nos permiten experimentar lo poco y frágiles que somos individual y globalmente. Entonces surgen con más facilidad las dudas que las certezas. El que nuestra vida dependa más de lo que vemos por la ventana que de lo que acontece ahí fuera es una experiencia nueva, novísima.

Para los que vivimos lejos tal vez sirva de consuelo saber que, aun estando más cerca de nuestros lugares de origen, nuestro día a día no habría cambiado mucho. El emigrante ha de acostumbrarse rápidamente a no frecuentar sus rincones preferidos, a no encontrarse asiduamente con los más cercanos y queridos, a que el cuerpo eche en falta el clima en el que nació, creció y vivió durante muchos años, y a otro montón de carencias cotidianas que hacen, tal vez, que el tránsito por el confinamiento sea más llevadero. Pero ha de ser también especialmente cauto, a sabiendas que, en caso de enfermar, su red de apoyo se reducirá probablemente al mínimo.

Pero sea cual sea el momento y lugar que cada uno vive, con independencia del país al que nos refiramos, el momento en que vivimos se ha convertido en una gran prueba.

Al pensar en esto me he acordado de las pruebas de estrés a la banca de las que escuchamos hablar tanto en la anterior crisis financiera. Sin conocer los detalles, todos entendimos que se trataba de pruebas exigentes para determinar la calidad de salud de la institución, como quien se somete al chequeo médico más exhaustivo, o el ciclista que verifica su potencia y resistencia en el túnel de viento.

Todo lo que acontece parece de ciencia ficción, hasta el punto de que uno podría pensar que lo que vivimos se trata de una prueba de estrés no planificada, como uno de esos exámenes sorpresa con los que a veces el profesor sorprende a sus alumnos, aunque sea sólo para que tomen conciencia de que el mero hecho de acudir a clase, sin un mayor nivel de compromiso con el estudio y la formación, no basta.

Y llegó el examen sorpresa, vaya si llegó, hace aproximadamente un año. En realidad, había llegado antes, pero sólo nos dimos cuenta de que estábamos metidos de lleno en la prueba unas semanas tarde, cuando el mejor momento para haber atajado las cuestiones más críticas ya había pasado.

Aunque el mal de muchos sea consuelo de tontos, con eso nos consolamos. Es cierto que casi nadie dio la señal de alarma a tiempo. Todos ignoramos las leyes de la naturaleza más básicas. Una de ellas reza: “El agua siempre encuentra una grieta para pasar y el virus también”. De hecho, somos nosotros mismos los que lo transportamos y los que vamos distribuyéndolo ciega e ingenuamente entre la gente que frecuentamos.

Cada uno hemos tenido lo nuestro en este largo año. Unos han enfermado, algunos incluso han muerto o han perdido a un ser querido. Otros han visto desvanecerse su empleo o una buena parte de su salario sin un horizonte claro de recuperación.

Cada país, cada institución, cada gremio ha reaccionado de manera distinta y con diversa suerte.

El operario que vino a revisar el otro día la caldera me dijo que a ellos apenas les había afectado la situación, pues las redes de suministro de gas siguen funcionando, los hogares lo siguen usando para la calefacción y el agua caliente, y las normas que obligan a las revisiones periódicas siguen vigentes. El peluquero me decía, sin embargo, que no sabe si algún día volverá a abrir, que en las semanas/meses de inactividad ha acumulado pérdidas que hacen el negocio inviable y además que son tantos los que ya se han acostumbrado a cortarse el pelo en casa con una de esas maquinillas que fácilmente se adquieren por internet que es posible que el volumen de negocio baje de manera definitiva e irreversible, haciendo un buen porcentaje de los establecimientos existentes innecesarios. Me recordó a aquel montón de agencias inmobiliarias que desaparecieron de la noche a la mañana en la anterior crisis inmobiliaria en la que, me da la impresión, aún vivimos de cierta manera.

Los profesores de Universidad hemos sido un poco víctimas también, pues hemos tenido que descubrir y adaptarnos en muy poco tiempo a nuevos modelos de enseñanza, en remoto, a través de internet. Quejarse de eso sería casi de chiste con lo que está cayendo. Sin duda nuestra profesión sufrirá cambios, pero no parece que nuestra sociedad pueda ni esté dispuesta a renunciar a la educación.

La clase política parece haber salido también bien parada. No se ha sabido de EREs o ERTEs en el gremio, ni de reducciones de salario, ni de pérdida de puestos de trabajo. Los diversos líderes han desarrollado estrategias distintas. Unos, desde el rigor, han intentado desplegar políticas que, aun siendo impopulares, han puesto por delante la salud y la vida a la economía, y han querido ejercer su liderazgo con pedagogía. Otros han hecho lo que saben hacer: nadar un poco y cuidar mucho la ropa. Pero hay que reconocer que la situación de cada país, de cada territorio, es tan diversa que las comparaciones en este ámbito serían particularmente odiosas.

En España, ya sabemos, el número de infectados y fallecidos, ha sido demasiado grande. Y aunque son muchos los que echan la primera piedra parece más justo distribuir responsabilidades reconociendo que no estábamos ni educados ni preparados para transitar por esta situación.

El ministro del ramo ha sido promovido como candidato a presidir la Generalitat. Una clara prueba de que los resultados en la gestión de lo público no son decisivos a la hora de determinar el futuro del responsable en cuestión. Seguimos siendo un país en el que nuestros niveles de exigencia máximos se reservan al fútbol. Que le pregunten si no a Garitano. De haber estado en política estaría hoy al frente de un importante organismo internacional.

Con el tiempo uno va aprendiendo a admirar menos a los que un día lucen bajo los focos del éxito y más a quienes han de atravesar el desierto del fracaso, de la enfermedad, de la desdicha, casi en solitario, sin que siquiera se les reconozcan los méritos anteriores cuidadosamente y modestamente cosechados.

Hace ya unos años un viejo amigo eibarrés en unos Cursos de Verano, en un debate en torno al futuro de la Ciencia en España, ya dijo que habría que aplicar los mismos criterios que al elegir jugadores y entrenadores en el fútbol. No entró en más detalles. No explicó si se refería a algún equipo en particular, que se distingue por mantener, contra viento y marea, un modelo propio, único y exigente, o si era una reflexión general.

La pandemia ha puesto de manifiesto muchas de nuestras carencias. Somos la vieja Europa y, como tal, nos movemos con la velocidad del galápago. Las estadísticas dicen en este mismo instante que en Israel se ha vacunado el 64% de la población, en Inglaterra el 20%, en España no llega al 5%, pero que, incluso en Alemania, referente en industria, innovación y Ciencia apenas se supera el 4%. Eso sí, en Gibraltar ya van por el 60%. Como para pedirles que renuncien a su estatus.

En España no es fácil encontrar resultados sobre el porcentaje de la población vacunada por Comunidades Autónomas. Se ha optado por informar sobre el porcentaje de vacunadas administradas sobre el total de las recibidas. Se trata de un dato relevante en la medida que puede reflejar la eficacia del sistema de salud de cada región. Pero no deja de sorprender que el porcentaje global de ciudadanos vacunados no sea más fácilmente visible en la web. Eso contribuye a acrecentar la impresión que desde la política hay mucho interés en administrar la información relacionada a la pandemia, como si se tratase de un terreno en el que hay más que perder que ganar. Posiblemente así sea, y nuevamente se constata la diferencia con el modo en que en tiempo real se actualizan los resultados de la Liga.

Llego al límite de los ocho mil caracteres, contando espacios, que el artículo permite. Y se confirma mi sospecha. Es tiempo más propicio para pensar que para hablar, pues en el ambiente hay más dudas que certezas. Una cuestión que me viene a la mente de manera recurrente es si Euskadi saldrá reforzada de este trance o más pequeña. ¿Hay razones para el optimismo?

 

El artículo original fue publicado en el diario DEIA el lunes 1 de marzo de 2021 y puede descargarse en PDF desde este enlace.