“X el melenas” fumaba mucho, o eso parecía. Nunca lo vimos dando una calada, pero siempre llevaba un cigarrillo encendido en la mano, de lo que cabe deducir que debía fumar bastante, pues un cigarro dura lo que dura. ¿O, tal vez, encendía los pitillos al pasar enfrente de nuestro parque, para impresionarnos?
Nosotros pensábamos que él ni nos veía, pero posiblemente sí que lo hacía y le satisfacía observar nuestra asombrada curiosidad.
El tabaco que fumaba era de una marca tan macarra como él. De hecho, en la época, se comercializaban varias bastante horteras. Algunas de ellas han debido desaparecer del mercado, o casi, pues apenas se ven. La suya era de aquella cuyo nombre se constituye con dos consonantes consecutivas, de significado último que desconozco.
Antes de haber conocido a “X el melenas” ya había visto aquellas cajetillas en varias bodas pues, al ser de los pequeños de mi generación, hubo unos años en que, entre niño y adolescente, me tocó asistir a unas cuantas. Las celebraciones eran intensas, con comida en exceso, postres pantagruélicos y bailes interminables en las que los más jóvenes acabábamos comiendo varios solomillos, pues por aquel entonces los camareros daban varias vueltas y en la época el metabolismo respondía.
Yo no fumaba y supongo que tampoco tenía derecho a hacerlo, de modo que cuando en los postres ofrecían cigarrillos o puro, cogía siempre puro que guardaba para luego regalárselo en casa a algún familiar que lo supiera apreciar, lo cual no era fácil pues en nuestro entorno casi nadie fumaba y, los que lo hacían, mostraban poca destreza.
Los varones adultos fumaban el puro en la sobremesa, aunque la mayoría de las veces con poca convicción. Las mujeres, por el contrario, normalmente escogían cigarrillos que casi nunca fumaban. Y casi siempre eran de aquella marca, posiblemente porque era un poco más barata que las competidoras.
Aquellos paquetes de tabaco, guardados en las mesillas de noche de nuestros progenitores, solían después menguar poco a poco, atajando las urgencias de los amigos más aventajados, cuando nos juntábamos en casa a escuchar música; los mejores temas del rock de la época invitaban a un buen pitillo.
Macarras en el pueblo había unos cuantos, algunos de película de Spaghetti Western, auténticos, pero “X el melenas” era, con mucho, el más singular. No pongo aquí su nombre de pila completo no sea que el aludido lea el artículo (no creo que frecuente este medio) y no le guste, aunque mi intención no sea molestar sino contar una historia que hoy parece de otro mundo. ¿O tal vez no?
Nosotros tendríamos entre 12 y 14 años, y él tal vez 4 o 6 más. Supongo que “X” vive aún pero no tengo ni idea de por dónde anda, ni qué aspecto pueda tener hoy. En la época, para nosotros era como el Clint Eastwood de las películas de vaqueros, pero en versión macarra, muy macarra.
Sus vaqueros estaban ajados, muy ajados, como si no parase de frotarlos contra algo. Nunca supimos cual era el objeto o cuerpo que ejercía tan fuerte resistencia al rozamiento. Las lavadoras de la época no, desde luego.
Nunca vi que aquél tipo de vaqueros, tal vez desgastados de fábrica, se vendieran en las tiendas de las calles comerciales de la villa. Los suyos tenían una campana amplísima que sólo permitía ver la punta aguda de sus camperas, que debían resultar incomodísimas, con tacones de tachuelas incrustadas que anunciaban sonoramente su acercamiento desde la plaza, 250 metros más arriba, cuando caminaba calle abajo.
“X” fue un macarra con fama de ligón aunque, la verdad, nosotros no entendíamos aún bien en qué residía la clave de su éxito con unas jóvenes que no encajaban en nuestro estereotipo.
No sabemos si fue antes o después de hacerse famoso en la comarca, pero “X” acabó haciéndose miembro activo de uno de aquellos cuerpos violentos para-legales cuyo nombre prefiero no recordar, y que tenían como objetivo meter en cintura a una juventud vasca un poco revoltosa, sin escatimar recursos. Para entonces la luz de la conciencia política empezaba a brillar en nuestros cerebros y si hasta entonces “X” nos había resultado exótico, curioso y un tanto extraño, tras su extrema y activa toma de posición en una guerra que pronto se haría muy cruenta, nos empezó a generar un fuerte sentimiento de rechazo.
Éramos jóvenes pero no tontos y aquél despliegue de violencia para-legal de, decían por entonces, cadenas de fábrica que servían de látigo cuando caía el sol, no nos gustaba y no sólo porque nuestros vaqueros tuviesen la pata estrecha y los botones de la bragueta discretamente guardados bajo la cenefa, sino porque sabíamos que aquella violencia tenía como víctimas a, los que siendo como nosotros, eran apenas unos años mayores.
Eran tiempos que ahora se antojan remotos. Por entonces había “sereno” en el barrio que era algo así como un policía municipal uniformado, pero con aspecto de portero.
Eran también los años previos a la transición. El dictador aún vivía, pero su final ya se intuía.
Y la melena lacia de “X” hacía sombra al cabalgar por la calle principal.
No se si “X” aún hoy seguirá luciendo ágil y melenudo. Es más probable que, por el tiempo transcurrido, sufra de sobrepeso y alopecia. Seguro que también es menos alto de lo que entonces nos parecía y no estoy seguro que la vida no le haya pasado alguna facturilla habiéndose metido, tan pronto como se metió, en arenas movedizas. Desde luego, hoy sería incapaz de reconocerlo.
En la genial película de Alex de la Iglesia “700 balas” Sancho Gracia representaba a la perfección el papel de un actor figurante que un día dobló por unos instantes a Clint Eastwood, al que incluso dió una vez la mano, y al hacerlo quedó, de por vida, aturdido y dubitativo sobre su identidad, confundiéndola con la del propio Eastwood. El personaje recordaba irremediablemente a “X”.
Lo que en su día vivimos entre divertidos e inconscientes fue el preludio de una película de horror que en nuestra ingenuidad, entre infantil y adolescente, no podíamos imaginar.
El reciente largometraje de “Lasa eta Zabala” narra el segundo capítulo de esta historia con un realismo que, a pesar de su crueldad, me temo se queda corto. La nueva película se sitúa temporalmente unos diez años más tarde.
Las dos víctimas, tristemente protagonistas, pertenecían a nuestra generación. Solíamos cruzar la misma muga aunque nosotros lo hacíamos sólo para ir a estudiar. Ya nos habíamos percatado de que los controles solían ser particularmente rigurosos con los de nuestra quinta. Pero no intuíamos que tanto horror fuese posible.
Han tenido que pasar décadas para que hoy estemos mejor, inmersos en un proceso de paz en el que la bola de fuego parece apagarse poco a poco.
A pesar de ello, sospecho que debe haber hoy otros lugares en el mundo donde jóvenes ingenuos contemplan desde el parque, entre temerosos y curiosos, el paso firme del macarra de barrio. Espero que en su caso aquellas escenas coloridas no sean el prólogo de guiones de películas de terror puramente negro, sin margen para el blanco.
Confío también que algunos de ellos alcancen sus sueños. Los nuestros se quedaron a medio camino pues por entonces no sabíamos que, con frecuencia, la resistencia al cambio es más fuerte que la voluntad de transformación, la razón, la convicción, la deliberación, el empeño y el derecho.
No se si los años transcurridos habrán pulido un poco las inmensas diferencias y aristas que nos separaban de “X el melenas”. Pero, posiblemente, si algún día tuviéramos la improbable oportunidad de hablar de este tema de tú a tú, “X” reconocería que no era tan duro como los personajes representados por Eastwood. Tal vez él, como muchos personajes reales de la época, porte hoy una gran invisible cicatriz en su conciencia.
Nosotros no hemos renunciado a nuestros sueños pues eran atemporales y aún están pendientes de consumar. Los suyos nunca supimos cuales eran. Eso nos diferenciaba entonces. No sé hoy.
Artículo publicado en la revista Zazpika, 1 de Febrero de 2015