Las más grandes pruebas no son, por difíciles que resulten, aquellas para las que uno ha tenido oportunidad de prepararse.

Sin duda, una oposición, una competición deportiva, la presentación de una tesis doctoral, la coronación de un ochomil, el estreno de una obra de teatro, el lanzamiento de un nuevo producto o la inauguración de una exposición de pintura, entre un sinfín de otros retos que han de acometerse en tiempo y forma, con altísimos niveles de exigencia, son grandes pruebas.

Pero las que no estaban previstas son siempre las más duras.

Una llamada nocturna que nos advierte de una tragedia familiar, un diagnóstico médico fatal repentino, una enfermedad letal, o un hijo que nace con una minusvalía grave, son retos de gigantes comparados con esos otros que, por previsibles, son más abordables. Y todos sabemos que estos últimos son repartidos de manera permanente y aleatoria entre toda la ciudadanía, una lotería no deseada que se distribuye entre todas las familias. Poco a poco, tarde o temprano, nos toca a todos.

Paremos un instante, miremos atrás y recordaremos como, poco a poco, el repartidor de retos insuperables fue tocando la puerta de unos y otros, antes o después.

Estamos acostumbrados a que así sea, ¡qué remedio! Es parte del contrato de la vida, en el que nunca ha existido la casilla que asegure la ausencia de la desgracia.

Pero hay retos más grandes aún: aquellos que, repentinamente, nos involucran a todos.

No somos tierra de terremotos, ni de huracanes y, a pesar de innumerables desgracias, llevamos 81 años viviendo unos niveles de prosperidad aceptables, que han ido mejorando con el tiempo.

Nunca imaginamos que no podríamos salir de casa, que tendríamos que dejar languidecer nuestras empresas, negocios y huertos, y que, frente a nosotros, solo veríamos una niebla tan espesa que, por mucho que queramos alumbrar, no hace más que cegarnos con la luz que rebota.

El reto es en esta ocasión el más grande, tan inesperado como colectivo. No podemos más que enfrentarlo con serenidad y dedicación extrema, y solidaridad sin límites.

Pero no debemos hacerlo con la esperanza de que todo retorne al pasado, pues este nunca vuelve, sino con la ambición de forjar un futuro diferente. Ahora entendemos que los que nos advertían de la insostenibilidad del modelo no eran agoreros sino visionarios.

Empecemos a escribir las nuevas reglas, una nueva constitución ciudadana, sin intermediarios. Lo exige la Naturaleza, como condición indispensable para que la especie humana tenga una nueva oportunidad.

 

El texto original fue publicado el pasado 7 de abril en el Diario Vasco y puede descargarse en PDF desde este enlace, o leerse aquí.