El mundo es un gran escenario teatral en el que los humanos representamos una compleja obra, sin saber distinguir entre los pasajes reales y de ficción. “La vida es sueño” (1635) se titula la obra teatral barroca de Calderón de la Barca.
A los tres años, cuando aún la vida se percibe eterna, llega la temida época en la que los niños empiezan a darse cuenta de ello y nos abrasan a preguntas sobre la naturaleza y la razón de lo que acontece, como si necesitaran acumular datos y micro-respuestas, para ir acomodando lo que hasta ese momento han podido experimentar y contemplar, para configurar un mapa más completo del mundo desordenado, no solo físico, sino también emocional, en el que vivirán. Precisan información sobre el tragicómico libreto que, involuntariamente, les ha tocado representar.
Después llega el hermetismo de la adolescencia. En la transición a la vida adulta apenas se pregunta, ni se cuenta; las respuestas se elaboran en una intimidad casi clandestina, cuando el cuerpo goza de la máxima elasticidad y fortaleza. En ese momento aún, el niño, en mutación, a punto de transformarse en adulto, no sabe que casi nada es lo que parece y cree poder representar su papel sin ayuda.
Es la propia vida la que nos va, poco a poco, venciendo y empujando al «no sé» de la tradición Zen o al «solo sé que no sé nada» de Sócrates.
Pasamos el resto de nuestra vida descubriendo hasta qué punto estos principios regirán nuestro transitar por el mundo, inmersos en la telaraña de una compleja construcción social, cúmulo de personalidades efímeras y de sus interacciones, pues nada sobrevive a una muerte programada que despeja en un instante todas las dudas acumuladas durante una vida entera.
Aprender es, en gran medida, descubrir a sorbos que nada es lo que parece, pues vivimos como tarareando y bailando la canción cuya letra no entendemos. Contemplamos el mundo y lo que vemos es apenas nuestra propia proyección, y no la naturaleza auténtica y huidiza de las cosas.
Y es así hasta el final de nuestras vidas, hasta el punto de que muchos, al darse cuenta, tarde, desearían cambiar el guion, con el último aliento, para poder vivir un bonus track. Pero el Diablo, que sin duda existe, nunca ofrece una segunda oportunidad y, como es bien sabido, Dios tampoco lo hace, pues espera a todos sus siervos en el paraíso. Por si hubiera alguna duda, la Biología ha establecido que, quien nace, ha de morir, pudiendo dejar, a lo sumo, descendientes.
Vivimos así en un mundo lleno de magia e ilusionismo en el que el reto más difícil es discernir qué y quién es qué. Las Ciencias se han construido para dar respuesta a esas cuestiones. Pero, por cada paso adelante que avanzamos, damos dos atrás. El número y dimensión de los enigmas que nos rodean, como la bruma, no hace más que crecer.
Ante la imposibilidad de discernir la verdad, creamos el teatro, el circo, la magia y la opera, para deleitarnos narrando historias, reproduciendo experiencias a veces dudosamente reales, y otras manifiestamente falsas. Creamos también la telecomunicación, los ordenadores, internet, las redes sociales, para acabar descubriendo que somos víctimas de las fake news, en nuestra impotencia para distinguir entre lo que es fake (falso) y lo auténtico.
Hasta tal punto es así, que lo fake hoy adquiere naturaleza de real. ¿Acaso la capacidad de transformar la opinión popular, de influir en los procesos decisorios más importantes, con píldoras de falsedad, no otorga naturaleza de real a lo que es manifiestamente de inspiración falsa?
Vivimos con frecuencia de espaldas a la verdad. Pero a menudo poco importa. ¿Puede el paracetamol eliminar el dolor o apenas nuestra capacidad para sentirlo, librándonos del sufrimiento?
Ante nuestra incapacidad de distinguir lo verdadero de lo falso desarrollamos nuevas tecnologías, robots, procesadores de imágenes y textos, para que sean ellos los que nos digan si ese rostro que contemplamos es humano o diseñado por un programa informático, si ese texto es de aquel escritor clásico, o si ese cuadro, hallado en un camarote lleno de telarañas, fue pintado por aquél célebre e irrepetible pintor. Y todas estas herramientas, fruto de la tecnología más puntera, a la vez que nos ayudan, contribuyen a crear nuevos enigmas.
En realidad la verdad es un mutante, pues lo que hoy es ficción, pronto formará parte de nuestras vidas. La comida sintética es ya una realidad, como lo fueron antes los tejidos de nuestra ropa y calzado. Nuestros días de resistencia están contados, sobre todo porque los nuevos materiales son nuestra última esperanza de preservar la biodiversidad, ya suficientemente mermada, en un planeta que de aquí al fin de siglo cobijará a dos o tres mil millones más de humanos.
La frontera entre lo verdadero y lo falso se confunde con la que separa lo posible de lo que no lo es. Y eso aumenta nuestra zozobra. Y en un mundo que avanza a galope, esa frontera progresa cada vez más rápido, como el barco que, tras haber sido arrastrado con dificultad hasta la orilla, flota después con naturalidad para ser empujado por las corrientes marinas, con levedad.
“Los ilusionistas: Nada es lo que parece” fue el título dado en español a la película “Now you see me” (2013), de Louis Leterrier, en la que un grupo de magos excelsos se alía para asaltar bancos multimillonarios y devolver el dinero a un público que antes lo había perdido en operaciones de ética dudosa. Su extrema destreza les permitía crear realidades virtuales tan fascinantes que conseguían despistar a sus perseguidores más avezados. «The closer you look, the less you see» (cuando más de cerca miras, menos ves) es una de las frases más impactantes del filme, que refleja fielmente la limitación de nuestra naturaleza humana, la que nos empuja siempre a mirar al vulgar dedo, cuando éste apunta a la hermosa Luna.
Hasta tal punto nuestra mirada es arbitraria que la Psicología ha desarrollado test basados en nuestra interpretación de imágenes preconcebidas. Nuestras reacciones permiten identificar nuestra capacidad de respuesta ante nuevos eventos, la de relacionarnos con nuestros congéneres y un largo etcétera.
El «Nada es lo que parece» cada vez se apodera más de una sociedad en la que las personalidades más célebres ocultan con frecuencia una cara B, mucho más oscura, hábilmente cubierta por campañas de imagen de diseño, lo mismo que el bisturí puede, aunque solo temporalmente, enmascarar las trazas del paso del tiempo de nuestros rostros.
De ahí que siempre serán insuficientes las llamadas a la autenticidad y sencillez.
La verdad es una lámina tan fina que, como dijo, el político y escritor cubano, José Martí (1853-1895), uno de los inspiradores de la independencia de la antigua colonia, «Las verdades elementales caben en el ala de un colibrí».
A veces la verdad es bien simple, en efecto. Lo es la muerte. Pero, a su vez, la verdad es una de las grandes incógnitas por resolver que ha ocupado a los más grandes filósofos. La verdad permanece oculta en un densísimo bosque pues, como dijo el poeta inglés Aldous Huxley (1894-1963), «una verdad sin interés puede ser eclipsada por una falsedad emocionante» y, como nos recordó el filósofo y escritor indio Rabindranath Tagore (1861-1941), «la verdad no está de parte de quien grite más».
Quien ostenta el poder, la fuerza, no necesita la verdad. Pero su búsqueda es lo que nos hace más nobles. «Prefiero molestar con la verdad que complacer con adulaciones», dijo el filósofo latino Séneca.
Pero la verdad quema. «Es casi imposible llevar la antorcha de la verdad a través de una multitud sin chamuscarle la barba a alguien», dijo el científico alemán Georg Ch. Lichtenberg (1742-1799).
Benito Lertxundi, en su mítica canción “Egia” (Verdad), decía así: «Baina egia… zertarako galdetu nahiko nuke… gizonak esateko baimenik ez badu?» (pero la verdad… ¿para qué, querría preguntar… si el hombre no tiene derecho a expresarla?).
La verdad sin libertad ahoga.
¿Nos engullirá el mar o ganaremos a nado la otra orilla?
El artículo original fue publicado en el el semanario ZazpiKa el 04/08/2019 y puede descargarse en PDF desde este enlace.