Uno de los aspectos más duros de la vida del maquinista de tren es saberse siempre ante el riesgo de que alguien, en cualquier momento, elija las vías para acabar con su vida al paso del convoy.
Todos hemos oído alguna vez la historia de quien fue atropellado por el tren. Y casi siempre se dice que fue de manera accidental. Rara vez se reconoce que la mayoría son suicidios.
Hace poco me tocó no solo escuchar esa historia sino vivirla de cerca.
Y es que, de entre los nuestros, de la cuadrilla de la infancia, fue Koldo quien hace unos meses acabó así sus días, a los cincuenta y tantos. Un bombazo que nos pilló cerca, muy cerca, y nos amputó a un buen trozo de ganas de vivir y de confianza en el futuro.
Me enteré del accidente estando fuera pero conseguí llegar a tiempo al sepelio. Fue su sobrina Maider, que todos adorábamos desde niña y que ahora es una mujer más cabal que todos nosotros juntos, la que, al salir del cementerio, nos explicó que Koldo hacía footing por el sendero junto a la vía cuando, accidentalmente, al paso del tren, cayó, siendo fatalmente atropellado.
No reparamos en los detalles. No entendíamos bien aquella nueva situación. Para nosotros el pueblo estaba indisolublemente ligado a la cuadrilla que últimamente, en su núcleo más duro y resiliente sólo agrupaba a unos pocos, entre los que Koldo era el más fijo, y el que más elevaba el espíritu colectivo.
Parte de la historia era verosímil pues Koldo acostumbraba, en efecto, a hacer footing y muchas veces lo hacia al borde de la vía del tren que tan bien conocíamos desde que, de niños, jugábamos en el entorno del paso a nivel de Ardanza. Aún así no dejaba de ser extraño que alguien tan trotón como él acabara involuntariamente bajo el tren.
Pero no era el momento de análisis exhaustivos.
El rostro joven de Maider que nos contaba el fatal accidente quedó grabado en mi memoria más que ningún otro detalle de aquella triste e infinitamente gris tarde. Con el tiempo, semanas más tarde, el recuerdo de su voz se había ya apagado y, hecho el luto, quedaba sólo el intenso destello de sus ojos azules al narrarnos el accidente. Fue entonces que, ante la observación del reflejo que su mirada había dejado en mi cerebro, entendí que nos había mentido.
Quedamos a tomar un café y no tardó en confesar que había sido una mentira piadosa. Ella sabía de nuestro afecto fraterno hacia su tío y en su día no quiso atormentarnos con un pasaje que para ella misma resultaba incomprensible: Koldo no había dado ninguna señal que permitiese imaginar tan trágico desenlace.
Ella resultó ser la heredera de los únicos bienes de Koldo: su viejo coche y su piso, más viejo aun.
Los últimos años, una vez que sus padres fallecieron, había vivido sólo, siempre en la casa familiar, construida hace más de un siglo, con estructura de madera y escaleras de vértigo. Al quedar sólo hizo una obra de reforma sencilla y la casa quedó muy acogedora. Su balcón era uno de esos pocos rincones privilegiados que el sol riega con generosidad en el pueblo. De vez en cuando organizaba una cena o quedábamos a tomar café allí y rememorábamos viejos tiempos.
Comentando con Imanol, el tercer mosquetero, decidimos pedir a Maider ir una tarde a casa de Koldo, a buscar alguna traza de la razón que le pudo empujar a su súbita y trágica decisión.
Ella aceptó de inmediato y de buen grado. Sabía que Koldo confiaba plenamente en nosotros y que no se trataba de fisgar, sino simplemente de intentar entender, empeño que ella compartía plenamente.
Pasamos allí toda la tarde. Escuchamos la música de siempre, en aquellos vinilos que Koldo conservaba como nadie. Nos hicimos café del que él gustaba, en su vieja cafetera italiana, que trajo orgulloso de su primer viaje a Roma décadas atrás, para así poder asegurar que era, efectivamente, italiana. Fumamos en el balcón el paquete de tabaco que el dejó a medio acabar. Repetimos sus chistes, intentamos imitar sus gestos, su voz socarrona. Casi estaba con nosotros.
Todo en la casa lucía normal. Koldo no era un hombre de papeles ni de ordenadores. Tardamos poco en repasar la pila de documentos del salón. Facturas rutinarias y los análisis de Osakidetza igualmente rutinarios. Apenas unos pocos asteriscos, como correspondía a alguien de su edad que de vez en cuando, los sábados, aunque cada vez menos, se permitía un exceso.
No encontramos nada anómalo. Ninguna carta amenazante ni de despedida trágica. Ningún documento que delatara alguna enfermedad grave. Ningún rastro de deudas o cuentas pendientes. Encontramos exactamente lo que esperábamos: normalidad.
Nos conocíamos de toda la vida y estábamos seguros de que entre nosotros no había espacio para los secretos, pues los pocos que Koldo podía tener se desvanecían los sábados por la noche al son de la tercera copa.
Koldo se despidió del mundo en el tren de media mañana que en los veranos, hace ya demasiado tiempo, cogíamos para ir a Deba, a pasar el día al borde del mar.
Si un elemento llamaba la atención en el escuetísimo decorado de su casa era aquella foto en blanco y negro que en su día Miren, que aquél día nos acompañaba, nos sacó cuando el tren pasaba por Mendaro, y que aún preside el salón de su casa. En ella nos vemos aún más niños que hombres, llenos de pelo, con una sonrisa confiada, de oreja a oreja, muestra de que entonces no podíamos intuir las cicatrices que la vida va dejando a su paso, en cuerpo y alma.
Con el móvil tomamos una foto del cuadro pues, a pesar del tiempo transcurrido, nunca habíamos encontrado ocasión de hacer copias de verdad, como es debido (biar dan moduan).
Cerramos la casa llevándonos como único elemento aquella foto de la foto en formato jpg. Nos fuimos serenos con la convicción de que Koldo no había actuado desde el sufrimiento sino desde la constatación y decisión serena de que su tiempo había acabado. Tal vez por eso eligió despedirse en el tren que había supuesto el nacimiento a la vida plena, en el máximo apogeo de una adolescencia que fue, sobre todo, infinitamente feliz.
Desde entonces, en cada cena, debatimos ese final, como si al hacerlo pudiéramos ocupar un poco el hueco que él ha dejado. Pero no conseguimos ponernos de acuerdo, ni siquiera cada uno con nuestra propia conciencia.
Respetamos el derecho de Koldo a decidir sobre su vida y entendemos que su decisión fue meditada, y no fruto de una mala noche. Pero no conseguimos entender por qué en su balance le salió “muerte”. Sin duda, a estas alturas, la perspectiva futura era de cierta monotonía en lo cotidiano, pero la jubilación que lo haría libre para disponer de su tiempo y viajar trotando, como le gustaba, no estaba tan lejos.
Nunca lo entenderemos del todo. Decidimos por tanto aceptar y respetar su decisión.
Pero el haber aceptado su partida no significa que no le echemos terriblemente de menos. Él era indispensable, insustituible. Nadie como él para revivir una fiesta que decaía, para contar un cuento a la vez tan inverosímil como sospechosamente y potencialmente real.
El recuerdo de algunos de los aspectos más singulares de su azarosa vida es ahora nuestro recurso para alargar la fiesta cuando decae.
Le tenemos cogido el truco. Cuando la mecha empieza a apagarse ponemos en el móvil la canción “Zumarragako trena” de Gatibu en su recuerdo y honor.
“Zumarragako trenan ganien hegaz noie, librea naz…” (Sobre el tren de Zumarraga voy volando, soy libre) dice.
“…trena behin bakarrik pasetan da, behin bakarrik bizixen.” (…el tren pasa una sola vez, solo se vive una vez).
El texto original fue publicado el 3 de abril de 2016 en Zazpika, y puede leerse en este enlace.